FERNANDO ROJAS MOREY Y EL BUEN SABOR DE LA

NARANJA DULCE

 

 

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Melacio Castro Mendoza

 

Conocer, a fines del año escolar de 1963, y tener durante 1964 como mi profesor de religión al sacerdote cajamarquino Fernando Rojas Morey, dividió, de alguna manera, mi adolescente personalidad. La religión católica, para entonces, había llegado hasta mí, más como una doctrina impositiva: a varillazos, mi profesora de primaria, primero, y después el profesor que le sucedió durante los dos últimos años de ese nivel educativo, más el primer sacerdote que vi antes que a Fernando, cuando en Chepén empecé el nivel secundario de educación, despertaron, en mí, mi absoluto rechazo. Luchaba, sin cesar, por mantenerme al margen de ella. Traído, desde España, por los conquistadores a América, el catolicismo nos fue impuesto, a los conquistados, a punta de espada y mucho de terror. La Inquisición, uno de sus instrumentos más siniestros, nos causó, en sus propósitos, muchos muertos.

 

 

En el nombre de un Dios abstracto que exigía nos pusiéramos de rodillas, y que le veneráramos, la Iglesia reclamaba parte de los bienes económicos de los que, a fuerza de trabajo, disponían los nuevos creyentes, a quienes se les denominó «los Indios». A la contribución económica reclamada, se le llamaba el diezmo. Fernando Rojas Morey —un hombre de cabellos un tanto ensortijados, ojos verdes y de un físico bastante deportivo— era otro tipo de creyente al de mis profesores anteriores. Su práctica religiosa consistía, para decirlo de alguna manera, en rescatar lo humano de cada ser, asumiéndolo por encima del diezmo. En la difusión de su misión eclesiástica, tampoco al látigo ni al varillazo. Mi colegio era, por aquellos años, en Chepén, el Instituto Nacional Agropecuario. Ver a los pequeños productores obtener deficientes cosechas, y perder sus animales a causa de las pestes, despertó en mí el deseo de aprender algo con lo que, quizás, pudiera ayudar en el cuidado de los animales y en el mejor cultivo de las tierras. Intenté, por ello, aprender, allí, lo que creí ser alguna novedad técnica.

 

Fernando Rojas Morey me siguió, una vez, al «campo experimental» del que en la parte posterior a su cercado, disponía el colegio. Después de observarme aporcar algunas plantas de papa, me dijo:

 

—¿Crees tú, de verdad, que la papa crece y se reproduce por su propia energía, en la tierra?

 

Recordé que esa afirmación la había hecho yo en una de sus clases de religión. Reafirmé mi opinión y él volvió a decirme lo que ya, en el aula, me había dicho: Dios aporta energía a cuanto nace y se reproduce.

 

Callé, porque era ya un convencido de que la religión, muy difundida entre nuestra población, no desde el punto de vista doctrinal, al estilo de la cultura occidental, sino más bien de manera natural, debía ser un asunto personal. Respetuoso con quienes creyeran en los dogmas y credo católicos, seguí mi camino independiente al suyo.

 

Después de aquel encuentro a campo abierto con Fernando Rojas Morey, ignoro cómo supo él de que, a veces, me faltaba el alimento. Se las ingenió para invitarme a comer en su casa, lo que él comía. Aun sobrevive, en mí, el recuerdo del buen sabor del arroz con pollo que nos ofreció, como almuerzo, su asistente de cocina, cuyo nombre la memoria se niega a devolverlo. Tras almorzar en su agradable compañía, tuve, por primera vez, un postre: una hermosa naranja. Esta fruta, muy dulce, cuando la consumo, de alguna manera su sabor me devuelve la sonrisa que vi en el rostro de Fernando Rojas Morey. Al parecer, le causó mucha satisfacción el verme devorar el almuerzo y la naranja que me ofreció.

 

Continué mis estudios en San Pedro de Lloc y en Trujillo. Después, nos perdimos de vista por algún tiempo. Residente ya en Alemania, recurrí, buscándolo en su iglesia de Chepén, a su solidaridad cuando unos amigos que se relacionaban con la Diócesis de Freiburg im Breisgau, me ofrecieron una ayuda económica para hacer construir, en Caín, el pueblo en que nací, alguna infraestructura. Asegurado el valioso aporte económico suyo, aquellos amigos me ofrecieron, además, hacer de puente para que la Diócesis católica de la misma ciudad, apoyara algún trabajo social de la iglesia de Chepén. Fernando Rojas Morey, siempre apegado a lo que él llamaba su pueblo, no era querido por los políticos de la derecha, quienes, tergiversando sus actividades, le llamaban, ya, el sacerdote rojo. Como castigo por su labor social en beneficio de las clases sociales más necesitadas de beneficios materiales y culturales, durante el primer gobierno de Alan García Pérez, el Comando Rodrigo Franco, un grupo paramilitar ligado al APRA, el partido de Alan García Pérez, trató de asesinarlo. Sus hombres hicieron estallar una bomba en su casa, mientras Fernando Rojas Morey, por suerte, se encontraba ejerciendo, de madrugada, una labor de ayuda humanitaria.

 

Mi visita sirvió para reanudar nuestra amistad. Concentrado en su administración el dinero destinado a la construcción de parte de la infraestructura que le faltaba a Caín, donado por mis amigos de Freiburg, él coordinó con mi hermana María Victoria y con mi mamá Juana Mendoza Novoa, y movilizó a un ingeniero, el que, a su vez, se hizo ayudar de técnicos y de obreros. Gracias a ello, en poco tiempo fueron construidos, con cemento, cuatro puentes que, por fin, acabaron con el crónico aislamiento de mi pueblo. Desde entonces, resultó fácil acortar distancias, desde Caín a Chepén, Guadalupe y Pueblo Nuevo. El dinero que sobró fue invertido en la construcción del aula central de lo que ahora constituye la Escuela de Caín. Más tarde, Andreas Heizmann, y algunos amigos suyos, a su vez amigos de Fernando Rojas Morey y de mi persona, ayudaron a dotar, sobre una porción de un terreno de nuestra pertenencia, a la cual declaré de beneficio público, de una torre de agua potable, con su respectiva cañería, a Caín. Más tarde llegó la luz eléctrica.

 

En el último encuentro personal que el año 2016 tuve, en la ciudad de Guadalupe, con Fernando Rojas Morey, supe que él había escrito algunos poemarios. Quedamos en que me daría algún ejemplar. Fallamos en la coordinación, algo que imposibilitó el recibimiento. Noemi López Chegne, amiga cajamarquina y profesora de filosofía, me aportó el contacto, perdido ya, con Fernando Rojas Morey. Lo llamé por teléfono y lo primero que me contó fue que vivía con su hermana Miriam y que, por desgracia, andaba con secuelas de un infarto cardiaco, del parkinson y la de una fuerte neumonía que, entre tanto, lo «visitaron». Agregó, luego:

 

—Nunca pensé que después de los problemas políticos que te hicieron las malas autoridades, por identificarte, en esta parte del Perú, con nuestro pueblo, te quedarías tanto tiempo en Alemania.

 

Buena memoria la suya: aunque bastante entrado en años, no cesa, ni cesará de pensar en cómo hacer para liberar, a nuestro pueblo, de las miserias materiales y culturales que, a pesar de nuestra república «independiente», lo acosan desde la inicial administración colonial española.

 

Iba a preguntarle, buscando estimular sus energías, de si recordaba aún quienes fueron Mathias Ringmann y Martín Waldseemüller, estudiosos alemanes que, por primera vez, desde Freiburg im Breisgau, denominaron, en Europa, América, al continente que Cristóbal Colón confundió con la India. Tal denominación apareció en el tratado Cosmographiae Introductio, redactado por Mathias Ringmann y otros, como parte del planisferio mural Universalis Cosmographia, adornado con dibujos del cartógrafo Martín Waldseemüller. El descubrimiento de lo que pasó a llamarse América, continente que apareció, por primera vez en aquel libro, rodeado de océanos, se le atribuyó, en él, a Américo Vespucci, quien habría obrado per mandatum regis Castelle.

 

La Monarquía Española denominaba sus nuevas posesiones territoriales, hacia los años 1501-1502, como Reinos castellanos de Indias, y la Corona Británica, las Indias Occidentales. A Fernando Rojas Morey le gustaba hablar sobre ello; al verlo, vía video, cansado, di por concluida la comunicación, deseando, de corazón, me reservara, para algún momento, un tiempo que considero muy necesario como para visitarlo y agradecerle, una vez más, de que él fuera, en lo social, uno de mis maestros. Su solidaridad, y su trabajo en favor de los más necesitados, se concretizaron —entre otros— en la gestión y dirección de la construcción de diversos Centros de Salud (dirigidos por el médico Jorge Manuel Tarrillo Purisaca), de una universidad y de una radio. Pensar en él es, para mí, recordar que vivió para su pueblo, al cual entregó, día a día, hasta agotar casi sus propias energías, lo que bien podría llamarse el sabor de una dulce naranja. Toca a la juventud actual y futura hacer lo demás para que, ese mismo pueblo, cuente, algún día, con regulares opíparos almuerzos junto a los libros que ha de asimilar como único medio de dejar atrás el analfabetismo y la ignorancia con cabezas de una histórica y maldita hiedra.

 

Essen, 30 de diciembre 2020.

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