GRAN UNIDAD ESCOLAR “SAN RAMÓN”

CAJAMARCA

 

ANÉCDOTAS ESTUDIANTILES

 

 

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cuán presto se va el plazer,
cómo, después de acordado,
  da dolor;
cómo, a nuestro parescer,
cualquiera tiempo pasado

fue mejor”.
Jorge Manrique (español)

 

¡Qué educación la de los años sesenta! En aquellos tiempos no se traumaba a los muchachos cuando se los castigaba física y moralmente. Y la sociedad no era peligrosa como ahora. Existía realmente una buena educación. Todos estudiábamos. Llegábamos temprano a clase, saludábamos a las personas mayores que encontrábamos en la calle, cedíamos la vereda a las damas y a los mayores, estudiábamos desde muy tempranas horas, leíamos libros, obras literarias y de buenas editoriales. En Cajamarca, en aquella época brillante, existían dieciséis librerías de gran calidad. ¡Ah!, y no había luz eléctrica. Todos estudiábamos con velitas, o lámparas de queroseno, en nuestras casas, o, por las madrugadas, en los contados focos que había en algunos barrios de la localidad. En San Sebastián, mi barrio, había unos dos o tres focos en la calle. No había más.

 

Por otra parte, no había grupos de muchachos ociosos, ni borrachos por las calles. Los campos, los prados, tan vastos en esta hermosa tierra (más conocidos como “invernas”), servían para ir a estudiar siempre, especialmente, para los exámenes finales que eran muy duros. Asimismo, jamás se comía en las calles, menos se posicionaban en las calles grupos de dipsómanos para beber, porque no se vendía comida ni bebidas alcohólicas en cualquier lugar. Solo se comía en la casa y las horas eran fijas para tomar los alimentos; pues, se estudiaba en horarios alternos de mañana y tarde, e incluso los sábados hasta mediodía. Durante las vacaciones se trabajaba con los padres en las tareas, ya agropecuarias, ya como obreros. No nos quedábamos a vagar ni a perder el tiempo en la ciudad. En resumidas cuentas, nadie estaba desocupado. No había delincuencia. Cajamarca nunca fue una ciudad peligrosa. Las puertas de la casas estaban siempre abiertas de par en par durante todo el día. Algunas casas tenían en la entrada unos biombos muy elegantes y pintorescos, pero también habíamos aprendido en la escuela que no se debe mirar al interior de las casas. En resumidas cuentas, la educación era realmente en valores en aquellos años en que nos tocó llevar a efecto nuestra Educación Primaria y Secundaria. Las anécdotas que van a continuación pueden dar testimonio en parte de lo que afirmo.

 

Jacinto Luis CERNA CABRERA

Promoción “Manuel González Prada” – 1968

 

 

EL MUCHACHO DE LA ARCILLA

 

Para la clase de Educación Artística, el Profesor Juan Villanueva, “Bagate”, había pedido con anticipación a todos los alumnos que le llevaran un buen trozo de arcilla bien beneficiada; es decir, una arcilla bien elástica para poder trabajarla con facilidad en la clase de ese día. Todos los muchachos se habían ido por las quebradas, por la base de los cerros, por la Piedra del Mono, por Las dos Aguas, por los manantiales del lugar, para poder conseguir la mejor masa de tierra con liga, y la trajeron de varios colores, como se dice, para todos los gustos. Todos mostraban muy confiados en sus manos el material de trabajo de aquella hora de clase, y todos, ¿absolutamente todos?, le habían dado la forma esférica. Pero, siempre hay uno. Y esta vez no pudo ser la excepción. Un alumno no había llevado el material requerido; tal vez había olvidado; pero, ni corto ni perezoso –y con tono suplicante– pidió un trozo pequeñito de arcilla a cada uno de los que consideraba sus amigos. Y ellos no se negaron; pero le dieron tan poco que para igualarse a la bola de arcilla de sus demás compañeros, tuvo que hacer un preludio de arte. Elaboró una lámina con la arcilla recolectada, y con ella envolvió una piedra esférica que había conseguido en el río San Lucas. La protegió tan bien que nadie habría sospechado de la argucia del tunante.

 

Aquella tarde, el profesor ordenó que todos mostraran su arcilla correctamente formados en fila y mirando hacia él. Consecuentemente, muy disciplinados, los muchachos exhibían sendos materiales de trabajo. Y, en seguida, para probar la plasticidad de la materia, pasaba frente a cada uno de ellos, y, con el dedo índice derecho, cual si se tratara de una saeta, lo iba hundiendo en la masa redonda que los muchachos sostenían con las dos manos. “¡Está bien!, ¡Está bien! ¡No está tan suave! ¡Hay que mejorarla para la siguiente clase! –iba diciendo en medio del suspenso de los muchachos.” Hasta que llegó al alumno de la piedra. Y este no le rehuyó. El maestro hizo la consabida prueba y su dedo índice se dobló al chocar con el alma pétrea de la arcilla, causándole, por cierto un fuerte dolor. Esto fue motivo para que el maestro, que tenía fama de castigador, en ese mismo instante le descargara varias bofetadas y golpes de puño al irresponsable pilluelo. Los demás jóvenes miraban asombrados. El intruso, por orden del profesor, abandonó el aula y, cuesta arriba, recibiendo los últimos rayos del sol que bañaban su pálida frente, se fue en busca de la verdadera arcilla.

 

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CERCA DEL CEMENTERIO

 

Estábamos en el aula de Primer Año de Secundaria, Sección “E”, en plena clase de Historia Universal. El profesor, don Segundo Villanueva Mestanza, “El Fiero”, estaba en su centro explicándonos el patriotismo de los espartanos. Nos estaba contando cómo criaban las madres espartanas a sus hijos, cómo los preparaban desde muy pequeños para la guerra, cómo a los niños físicamente defectuosos, al momento de nacer no más, los arrojaban desde lo alto del monte de El Taigeto, a fin de que solo tuviesen una sociedad constituida por hombres y mujeres sanos y fuertes. Ya Licurgo lo había dicho: “Las murallas de Esparta son sus jóvenes.” De pronto, se escuchó un amago de risa, seguido de un murmullo de alumnos que conversaban. El profesor era enemigo de que lo interrumpieran mientras explicaba. Dirigió la mirada a quien estaba generando este desorden y le llamó la atención con mucha severidad y con carácter conminatorio. El muchacho, con acusada ingenuidad, se quedó con la mirada en el maestro sin decir nada, por cierto. Frente a ello, “El Fiero”, aún con gesto adusto e iracundo, le vociferó: “Y todavía me miras, ¡so, c…jo! De un solo trompón te mando hasta el cementerio.” El muchacho bajó la cabeza como presintiendo lo que el profesor hubiera sido capaz de hacer, al momento en que su compañero de carpeta, que sabía dónde vivía el muchacho, se adelantó a confirmar: “Y por allí vive, pues, Horacio.” Los alumnos soltaron una risa contenida y breve, temiendo que el profesor se volviera a molestar. Hasta el profesor gesticuló una risa medio nerviosa, pero volvió a mostrarse tan circunspecto como antes de que se diera el suceso. Luego todo el salón se sumió en un profundo silencio y continuó la clase.

 

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ASÍ ES SU CARA

 

Estaban los muchachos rindiendo su cotidiana prueba oral. Antes se estudiaba diariamente, desde muy de madrugada y no solo para el examen bimestral, sino todos los días. Así eran los buenos alumnos. Y casi todos los alumnos eran buenos en aquel entonces. Sin embargo, como toda regla tiene su excepción, un alumno, el más delgadito del aula, erró en responder una pregunta que el profesor Barboza le había formulado. No atinó a decir palabra. Y el profesor, molesto por la actitud que aparentemente mostraba el muchacho, le dijo con un tono airado: “No has estudiado, y todavía te ríes, ¿no?” El muchacho parecía, realmente, que estaba riendo, pero jamás en forma sonora ni deliberada. Mejor dicho, solo sonreía. Y como no cambiaba su gesto, el profesor, con una inocultable actitud agresiva se acercó a él y le asentó una tremenda bofetada que lo hizo tambalear; pero el alumno persistía en su gesto, inmutable. Por ello, el maestro le volvió a inquirir: “¿Continúas riendo aún?” Y el aludido continuaba inalterable, con su mismo semblante. Para todos sus compañeros, el muchacho sonreía aunque en el fondo ya estaba queriendo llorar; pero, jamás se habría burlado de su profesor. Controlándose lo más que pudo, continuó mostrando el mismo rostro. El hombre le volvió a descargar una y otra bofetada, hasta que un compañero, el más próximo, se atrevió a decir: “Ya no lo castigue, profesor. Así es su cara.” A lo que el educador le pudo dar una última bofetada y tal vez la más fuerte, al tiempo que le recriminaba: “Pues, si eres así, ¿por qué no hablas, pedazo de tonto?” Y la víctima, con lágrimas en los ojos, continuó sonriendo. Y pienso que hasta ahora debe estar sonriendo.

 

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EL SONIDO DEL MAR

 

Estaban los muchachos en la clase de Anatomía con el afamado profesor Barboza. Todos ellos tenían que saber al dedillo los nombres de los huesos del cuerpo humano. Tenían que saber reconocerlos aun sin verlos, con tan solo palparlos con las manos hacia atrás, en donde se colocaba el profesor con el cajón de las piezas óseas. Desde allí las iba sacando una a una, al azar, e iba preguntando a los muchachos: “¿Dime, qué hueso es este?” Felizmente, varios de los que ya habían desfilado tuvieron suerte; pero le llegó el turno a un muchacho que se caracterizaba por ser muy distraído. El profesor se moría de ganas por castigar –pues, era muy castigador y hacía rato que no castigaba–. Entonces sacó un hueso pequeño del cajón. Por supuesto, era muy complicado poder reconocerlo con tan solo palparlo. Así que el muchacho no pudo acertar y se dio por vencido. Se trataba de la taba o astrágalo, uno de los huesos del calcañar, que está articulado con la tibia y el peroné. Difícil, ¿verdad? Entonces, el profesor, con inocultable gesto de enojo, le dijo: “Voltéate. Dime, ¿conoces la costa? ¿Te has ido alguna vez a la costa?” Y el muchacho, inocentemente, le dijo que sí. A lo que el profesor continuó: “¿Y te has ido a la playa?” Y como si estuviese continuando el examen, el muchacho volvió a decirle que sí. “¿Y has escuchado cómo suena el mar? –le inquirió finalmente. Ahora sí, el candoroso estudiante no supo qué contestar. “Bueno, no recuerdo” –atinó a decirle. Y se quedó callado frente a su inquisidor. Entonces, el maestro, cual verdugo de la época colonial, le dijo: “Ven más acá. Te voy a hacer recordar.” Y le propinó un tremendo golpe de mano abierta en la oreja izquierda –por cierto que el zumbido, cual rumor del mar, le duró mucho tiempo–. “Así suena el mar, sinvergüenza. Vete a estudiar” –le dijo muy satisfecho el educador. El joven estudiante se marchó lentamente a su sitio, donde estuvo como sonámbulo por mucho tiempo.

 

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¿NO HA ESTUDIADO USTED?

 

El profesor Víctor Collantes Díaz había fijado una fecha para dar el examen de Matemáticas de Tercer Año de Educación Secundaria. Sin duda, nos esperaba una prueba complicada. Llegado el temido día, ya instalados en nuestros asientos, todos estábamos en suspenso, con un pliego de papel de oficio cuadriculado sobre el inclinado tablero. Nos dictó los problemas y nos dio las dos horas de cuarenta y cinco minutos cada una para resolverlos bien. El salón se sumió en un completo silencio y solo se escuchaba el rasgar de los lapiceros sobre el papel. El profesor empezó a pasearse por los espacios vacíos del salón de clase, mirándonos con mucha diligencia.

 

Habrían transcurrido aproximadamente unos treinta minutos y un compañero nuestro, Víctor Burgos Cancino, se puso de pie y con la prueba en la mano derecha, sin pronunciar palabra alguna, avanzó hacia el profesor. Nuestro educador, caracterizado por su paciencia y por ser dueño de una metodología extraordinaria, le inquirió de modo cortante. “¿No ha estudiado usted?” Y su tocayo, mirándolo a los ojos, le contestó: “Ya terminé, profesor.” El maestro recibió la prueba, la examinó con acuciosidad de principio a fin, sacó su lapicero de color rojo; escribió algo que no pudimos entender por la rapidez y, dándole un golpecito con la mano en el hombro izquierdo del pupilo, le dijo: “Lo felicito, amigo Burgos. Tiene usted veinte. Regrese a su sitio y siéntese mientras terminan sus compañeros.” Los demás alumnos, incluso los más destacados, no llegaban ni a la mitad de la solución de la prueba. Todos nos quedamos mirando con ansiedad a nuestro compañero. Él nos esperó sentado el resto del tiempo mientras “salía humo de nuestras cabezas.”

 

Nuestro compañero se caracterizaba por tener una memoria espantosa. Por más señas, viajó a la entonces república de Checoeslovaquia (hoy dividida en dos). Allá sufrió un accidente automovilístico, a causa del cual él también casi queda dividido en dos; pero, felizmente, no perdió la vida. Sanó casi completamente. De vuelta al Perú, a su amada tierra, se desempeñó como docente del Instituto Superior Tecnológico “Cajamarca”. Allí ha laborado hasta no hace mucho en que le tocó partir al infinito. Que Dios lo tenga en su reino. Nuestro condiscípulo no necesitaba agenda para anotar datos, fechas, cifras, o para hacer cálculos matemáticos para la mayoría complicados. Todo lo hacía mental y rápidamente, frente al asombro de los compañeros de promoción. Cualquier información de números telefónicos, direcciones, o profesiones de nuestros compañeros, o dónde estaban actualmente, ¡ah!, para eso estaba Víctor Burgos. Él lo sabía.              

 

 

 

ES SEMEJANTE A LA ANTERIOR

 

Cursábamos en Quinto Año de Educación Secundaria. Por más señas, estábamos en el Quinto “D”, de Letras, pues, los alumnos de las otras tres secciones estudiaban Ciencias. Un buen día, ya habíamos rendido el examen de Revisión de Geografía, con el Dr. Manuel Quiroz Novoa. Después de una semana de haber dado el examen, el profesor llegó al salón cogido de su maletín de color marrón. Lo puso sobre su escritorio, buscó algo en él, y sacó entre sus manos un fajo de pruebas. Todos mostramos un gesto de asombro y temor. En realidad, antes no queríamos que nos entregaran nuestros exámenes, por temor a ver nuestras calificaciones, a veces, desaprobatorias.

 

El profesor empezó a repartir los trabajos manuscritos en pliegos de papel de oficio rayado. Cuando terminó, nos dijo: “¿Todos están conformes, o tienen algún reclamo?” Nos quedamos callados un buen rato. Y, luego, un compañero nuestro, de nombre Roberto, natural de La Paccha, de la Pampa de Cajamarca, se animó a inquirirle, aunque tímidamente y con voz medio temblorosa. Con la prueba en la mano y señalando con el dedo índice derecho le dijo: “¿Por qué me ha bajado mis puntos en esta pregunta, profesor?” El docente observó el documento y de inmediato le ordenó: “A ver, lea usted su escrito.” Y el muchacho, muy obsecuentemente leyó: “Teoría de la Colisión Estelar. Es parecida a la anterior, diferenciándose únicamente cuando afirma que los dos astros existieron remotamente, y se acercaron hasta chocar; de este choque o colisión…” Iba a continuar; pero: “Ya, suficiente. Hasta allí no más le cortó el profesor. ¿Dónde está la anterior, cuando usted dice que es parecida a la anterior?” Y el muchacho, con acusada simplicidad, le contestó de inmediato: “En mi cuaderno, profesor”. Lógicamente, la Teoría Planetesimal no había preguntado el maestro y, por tanto, no tenía por qué estar en la prueba que el alumno continuaba sosteniendo en sus manos. Pues, se trataba de un compañero muy preocupado; pero que se aprendía los temas ad pedem litterae. El profesor concluyó: “Por eso le he bajado puntos, porque yo no pude encontrar la teoría anterior en su prueba.” El alumno se retiró cabizbajo a su asiento. Todos los demás sonreímos y nos dispusimos a escuchar la clase de ese día. A la hora de redactar esta anécdota, quien les cuenta sí ha tenido el cuaderno de Revisión de Geografía en las manos.          

                                                                                     

 

 

LA BOA TIENE PATAS

 

No se trata de una aseveración infalible. Este hecho sucedió en la clase de Zoología y Botánica. Conducía esta área el joven profesor Ernesto Horna Figueroa. Era, a pesar de su corta experiencia, un excelente maestro, muy respetado y querido por todos nosotros, que siempre estábamos pendientes de sus explicaciones. Para más señas, en la búsqueda por que sus alumnos desarrollen bien sus capacidades no solo cognoscitivas, sino también la de la inteligencia lingüística, el profesor, con mucha anticipación, nos había distribuido a cada uno la tarea de preparar una clase basada en la exposición minuciosa de la estructura anatómica y la fisiológica de cada uno de los animales indicados en el programa. No solamente deberíamos hacer una descripción teórica del objeto de nuestra exposición, también teníamos que, obligatoriamente, dibujar en un pliego de cartón cartulina de color blanco la imagen del animal asignado. Debería estar diseñado a todo color, con pinturas de agua Mongol. La preparación de la clase era todo un proceso y una inversión. Los alumnos que tenían dinero, lo mandaban a hacer en una porción de hule y con pinturas de esmalte u óleo mate. Había, a la sazón, algunos artistas ad oc en Cajamarca. Recuerdo al Prof. Chang, “Chino Chang”. Hacía excelentes grabados de toda índole.

 

Al exalumno que hoy rememora aquellos días le tocó hablar de La muca o zarigüeya, y a mi fraternal amigo, Manuel Montoya Zúñiga, el maestro le había asignado que hable de La boa. Por supuesto, mi turno ya había pasado; pues, exponíamos por orden de lista y un alumno cada día. Ya no había ninguna objeción respecto de lo que había dicho cuando estuve al frente de mis compañeros en el aula. Incluso ya tenía mi calificación aprobatoria. Sin embargo, cuando le tocó el turno a Manuel, en un momento de su exposición dijo: “La boa tiene patas”. Esta expresión desató una estentórea risa de todo el salón. Tal como pasó con Humberto Grieve, en el cuento Paco Yunque, de César Vallejo, cuando dijo que los peces que había llevado a su casa estaban vivos en su salón grande, por entre sus muebles. El profesor Horna también se sonrió un poco, y cortó la explicación para hacer la respetiva aclaración. “No hay duda dijo con evidente tolerancia seguramente que Montoya no recuerda bien.” Al punto se enmendó. Por ello, estoy seguro de que lo que dijo mi condiscípulo fue un lapsus liguae. Posteriormente continuó la exposición y, por cierto, la hizo bien.

 

Cuando volvió a su lugar para tomar asiento, le pregunté: ¿Por qué dijiste que la boa tiene patas?”. Él, con evidente desenfado, me respondió: “Yo he dicho que la boa NO tiene patas, pero ustedes no me escucharon bien.” Lo cual era totalmente falso. En venganza, me espetó que cuando yo había expuesto, también había dicho que “la muca o zarigüeya tiene alas”; pero que el profesor no se había dado cuenta. Su reacción fue muy tardía, pues nadie le creyó.      

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