Castilla, la palabra cumplida

 

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Cajamarca, 18 de julio de 2012

Por Eduardo González Viaña

 

-Deje las cosas como están, señor presidente.- alguien le dijo. Y añadió:

-El Perú vive una época de gran bonanza. Si usted insiste en hacer el cambio social al que se ha comprometido, las grandes potencias lo mirarán con sospecha. Los ricos propietarios se convertirán en sus enemigos y los periódicos tratarán de demolerlo.

Cualquiera podría pensar que este consejo fue dado hace poco, pero no fue así. Esas palabras fueron pronunciadas en julio de 1854 y estaban dirigidas a Ramón Castilla, presidente provisorio del Perú.

El más ilustre de los gobernantes peruanos acababa de decretar en Ayacucho la abolición definitiva del tributo indígena. Levantado en armas, se aprestaba ahora a marchar sobre Lima para acabar con el corrupto régimen de Rufino Echenique. En su camino, iba decidido a dar el gran paso de la historia peruana, la abolición definitiva de la esclavitud.

En verdad, como acaso decía el consejero de Castilla, ante el avance de las ideas abolicionistas, los latifundistas del país habían formado un frente dispuesto a impedir a cualquier costo esa reforma social. Si en el Perú de nuestros días resulta peligroso decir que el agua es más importante que el oro, en el siglo diecinueve, pronunciarse contra la esclavitud tenía un sentido similar. Esa decisión podía costarle a Castilla el poder, la libertad e incluso la vida.

Un manifiesto publicado en 1833 y firmado a nombre de los hacendados por José María de Pando señala las razones por las cuales la esclavitud debía sobrevivir.

En primer lugar, se la justifica con la Biblia. En ella, se narra que José fue vendido como esclavo por sus hermanos. O sea que eso es normal.

En segundo lugar, los apóstoles de Jesús no hablaron de liberar a los esclavos sino de tratarlos con caridad; toda vez que el valor primordial de la sociedad es el respeto por la propiedad privada.

El hecho de que la democracia norteamericana no hubiera abolido la esclavitud le da pie al escribiente para señalar que: “desde el sublime e inspirado Moisés hasta los ilustres autores de la Acta de la Independencia de los Estados Unidos respetan este axioma universal.”

Sin embargo, al final del manifiesto, los supuestamente cristianos y beatos propietarios abandonan las citas bíblicas y sostienen que “la necesidad de pagar en adelante a trabajadores en vez de contar con mano de obra gratuita afectará a la economía nacional y hará que nuestros productos de exportación sean menos competitivos.”

“La agricultura de Lima”, según ellos, “camina a pasos agigantados a su completa ruina, con grave menoscabo de los ingresos públicos, y de la existencia de infinidad de infelices particulares”

¿Recordaban estos “infelices” millonarios a los miles de hombres obligados por ellos a trabajar hasta la muerte sin pago alguno? ¿Se imaginaban en la situación del hombre que es vendido en un mercado mientras su mujer y sus hijos son ofrecidos de la misma forma y tratados como tratan los infames a los animales de carga?

La historia se repite con los mismos argumentos. En nuestro tiempo, la defensa de la llamada inversión extranjera empuja a disparar contra inocentes y suscita la posibilidad de convertir Cajamarca en un hoyo infernal. Todo se justifica con frases como: “Lo que está en juego es el desarrollo del país.”

Quizás el Mariscal Castilla miró con displicencia al tipo que le daba el consejo cobarde. En todo caso, no lo escuchó el consejo. En vez de mirarlo, se caló los binoculares y dio la orden de marcha.

Lo esperaban dos batallas victoriosas y, en Huancayo, la firma del decreto supremo por el cual “los varones y las mujeres tenidas hasta ahora en el Perú por esclavos o por siervos libertos, sean que su condición provenga de haber sido enajenados como tales o de haber nacido de vientres esclavos, sea que de cualquier modo se hallen sujetos a servidumbre perpetua o temporal; todos, sin distinción de edad, son desde hoy para siempre enteramente libres.”

Hay un momento en la vida en que se escoge entre la adulación interesada de los poderosos, o el juicio implacable de la historia. El rival de Castilla, Echenique, solventó su prestigio entre los ricos a quienes hizo más ricos y corruptos. Nadie lo mencionaría hoy de no ser porque un excelente escritor lleva su apellido.

Castilla redimió a los indios, liberó a los esclavos, instituyó la libertad de prensa, acabó con la pena de muerte y con la cárcel por motivos políticos, y, no se rindió jamás. Un presidente no tiene rostro. Sólo tiene historia. Como buen soldado de caballería, Ramón Castilla, murió con las riendas en la mano. Entró a la historia a galope tendido.



Eduardo González Viaña


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